– No dejaré que usted ni nadie me priven de la inspiración que me otorga la Naturaleza – espetó el compositor, ante la sugerencia del Dr. Frederick Kovacs de restringir sus actividades deportivas.
Tenía entonces cincuenta años y pese a su doloroso distanciamiento de Alma, se sentía un hombre rebosante de vigor y creatividad. Había consultado a Freud apresuradamente durante sus vacaciones en Lieja, para obtener un diagnóstico y, quizá con más avidez, un atenuante para su neurosis; acaso hacer catarsis debido a su ambigua relación con la hija de Schindler.
Lo atormentaba ese viaje furtivo de su esposa a París, antes de reunirse con él en Cherburgo; la placidez inusual con que la encontró, su indiferencia… y después, la atroz faringitis que contrajo durante la gira en Estados Unidos. ¿Cómo una ciudad pueda llamarse Siracusa y estar tan lejos del aire rejuvenecedor de Sicilia?
Cada golpe emocional traía de nuevo la debacle de perder a su primogénita: las cadencias no pueden desprenderse de esa melancolía íntima. –Nunca más – pensaba, mientras escuchaba el diagnóstico de la enfermedad que el Profesor Osler (un canadiense, faltaba más!) había descrito para enfermos con sus síntomas.
Parece una metáfora de lo secreto y lo elusivo, eso de tener un endocardio sensible a las infecciones. Como las emociones, que no pueden gobernarse, sujetas a tanta veleidad y tanta contaminación.
El Profesor Freud había dicho: “Ninguna luz pudo caer en la fachada sintomática de su neurosis obsesiva. Es como si uno encajara una sola tranca en ese misterioso edificio”.
Ahora sí, tendría que apurar la composición de la Décima Sinfonía, dejar de conducir febrilmente, recluirse, esperar la muerte como un déspota al que no se le pone reparo. Esa claudicación es la más cara – se decía.
Tuvo la osadía de imprimir a los acordes iniciales de su célebre Novena Sinfonía el retumbo de su corazón errático. Primero el S1 corto tocado por los cellos, seguido del S2 insinuado por los cornos; para culminar con el aleteo de su estenosis mitral que reproducen las cuerdas. Ese ritmo se recrea como tema varias veces en el Primer Movimiento, y hace clímax con la fuerza de las tubas y los trombones antes de sumirse en un pasaje funeral.
Ante la inminencia de su agonía, el más prestigiado director de Europa se desplomó en el Expreso de Oriente y pidió ser llevado de vuelta a Viena, para reunirse en la tumba con su hija. Pocos días después, abrumado por la inmovilidad, la hidropesía y, a la sazón, por desprenderse de su amada y añorada mujer, susurró: ¡Mozart, Mozart! mientras gesticulaba en su lecho de muerte, como si dirigiera una de tantas orquestas que admiraron y temieron su impetuosidad sin límites.
En esos últimos latidos que obstaculizaban las vegetaciones, bajo el cuidado del Dr. Chvostek, vertió su alma prodigiosa.
Esa noche el cielo de Viena refulgía en relámpagos, pero un silencio espectral cayó sobre el Sanatorio Löwe, donde Gustav Mahler se entregó a la posteridad.
Bibliografía sugerida
D. Stickerson. Mahler: his life and times. New York, 1982.
W. Osler. Gulstonian lectures on malignant endocarditis. British Medical Journal 1885; 467 – 470, 522 – 526.
D. Levy. Gustav Mahler and Emanuel Libman: Bacterial Endocarditis in 1911. British Medical Journal 1986; 243: 1628 – 1631.