Las estadísticas no engañan, al menos en países donde sí se verifican. Un reporte del Centro de Control de Enfermedades en Atlanta señala que los embarazos en adolescentes han descendido a la mitad en los últimos veinte años
Quizá producto del acceso a la información, el temor a contraer enfermedades venéreas (especialmente SIDA o cáncer cérvico-uterino) o una educación sexual más precoz, los chicos en el Primer Mundo están rehuyendo los riesgos.
Cuando ocurre, es una insurrección. Ante todo, cercena un futuro y un presente de augurios, de frescura súbitamente empañada. Un hijo a destiempo, trayendo a cuestas su bestial demanda de afecto, no deja espacio para crecer, distraerse o aspirar el mundo, que se esfuma. Un torbellino que de golpe arrebata la infancia, al que de una forma o de otra se le hará pagar por ese rapto. Dos abandonos pesan más que mil amores, suelen imprecar los poetas: la melancolía es un manto de penumbra que oscurece buena parte de fulgor del horizonte.
Además de las rotundas implicaciones emocionales, el riesgo obstétrico en adolescentes es considerable. Preclampsia, nutrición deficiente, anemia y desgarros genitales no son la excepción, tanto por razones socioeconómicas como por inmadurez.
Como sabemos, la salud mental de la madre es determinante para el desarrollo del infante; la incorporación de su universo interno es traducido por el lenguaje de mamá, antes que por ningún otro mensajero. El tercer elemento es la presencia de una figura paterna que resignifique el embarazo y su desenlace. Con cierta razón afirmamos que, cuando no se planean, se tienen hijos para alguien más que los anhela desde un vínculo incestuoso. Habría que preguntarse a quién hace feliz un embarazo adolescente.
Las opciones se encogen. Apoyarse en la familia o peor aún, saltar a la autarquía sin cobijo alguno y con todos los momios en contra. Sacrificar la libertad en aras de ser fuerte para otro, que reclama su derecho sin saber que ya lo ha hipotecado de origen. Una simbiosis dolorosa, que marcará ambos derroteros con pérdidas y decepción; en aplazamiento de un valedor que todo lo desvanezca y devuelva el cuento de hadas a su lugar prístino e impoluto.
– ¿Como ocurrió?
Sentada frente a sus padres, Elena titubea antes que aludir a la pregunta retórica.
– Nos descuidamos- piensa, pero prefiere callarlo antes que insinuar que sus encuentros sexuales datan de varios meses.
A sus quince años, no ha disipado sus gestos de niña. Hace muecas y baja la cabeza, esgrimiendo vergüenza. Le molesta el pliegue de la falda en la barriga o tal vez es un peso que apenas reconoce. La madre gime y ella desoye la perorata del padre entre sollozos, un idioma indescifrable que la aturde.
El muchacho cortó la relación en cuanto ella se negó a abortar y se debate entre la culpa y la redención. La escuela de monjas – que ahora parece tan remota – no enseña qué hacer ante tal encrucijada, y por consejo de una amiga, dejó pasar las semanas en desliz hacia lo irreversible.
Impulsividad, cierto, pero también un grito de emancipación. Verse desnuda, acariciada, seducida. La excitación desbordante que venía con cada encuentro y esa promesa del amor, tan real como los sueños y el deseo reiterativo de saberse amada.
Por supuesto, vendrán las fotos, las risas, los regalos y las fiestas infantiles. Elegir el nombre y el color del cuarto, los adornos y los juguetes en la cuna. Pero una noche, con su bebé en brazos bañada por la luna desde el tragaluz, ella vuelve al momento en que se dejó convencer de que el condón “quita sensibilidad y estorba”. Cuando ese orgasmo cargado de miedo y de furor, abrió la puerta a otra vida que ya no es la suya.