11 de febrero de 1990: El avión venía a medio cupo, ideal para regresar a casa, después de casi cuatro años de intentos vanos por acceder al primer mundo.

Me despedía del Reino Unido, más desunido de lo que había concebido antes de trabajar allá, perfilando un doctorado trunco, y tras haber conocido escoceses, galeses, neozelandeses y algún africano angloparlante que detestaba al imperio, pero lo usufructuaba.

Mis hijos habían vuelto al otro lado del mar semanas atrás y yo pernoctaba entre la melancolía y los experimentos inconclusos. La estancia en Londres se había tornado inhóspita, por decir lo menos. El agua nieve y la soledad nunca han sido buenos compañeros y ya no me esperaba la primavera.

Ante la incertidumbre de una paz interminablemente anunciada, la BBC aireó un documental escalofriante que consistía en vendettas callejeras en Belfast y Derry hasta el cansancio, sello de aquella inmolación fraternal. El rocío congelado perlaba las calles del norte de la ciudad, que era preferible caminar en espera de un autobús que no llegaba. Los colegas del hospital habían organizado una discreta despedida en el Pub local, donde me regalaron – además de la segunda ronda de cervezas, que sólo ocasionalmente volvería a beber en “pints” – una corbata emblemática y mi propio tarro de aluminio. En ese existencia de minucias nos debatíamos, hilvanando el futuro académico. Pocos días después, sin ahorros y maltrecho por los desvelos, partía a Itaca, más pordiosero que héroe.

Las puertas se cerraban y el horizonte ofrecía al menos la redención académica, con la oportunidad – ilusoria también – de volver como investigador condecorado a levantar sueños y atalayas.

En ese convite de ambivalencias, escuchaba algún concierto de Brahms empañado por el ruido sordo del motor de British Airways. Las nubes se abrían a nuestro paso, dejando atrás el manto perenne de los cielos anglicanos.

Me resultaba difícil concentrarme en la lectura y la sobrecargo me preguntaba por tercera vez si apetecía algo de beber. Algunos pasajeros dormitaban mientras caía la tarde de forma incierta, a contramano con la rotación de la Tierra.

De improviso, el piloto anunció que pondría el radio en altavoz. Entre vítores, se anunciaba la liberación de Nelson Mandela, el símbolo en carne viva de la lucha contra la segregación racial, tras 27 años de ignominioso encierro en las mazmorras de Robben Island y Cape Town.

Desde nuestro bagaje cristiano, este hombre nacido a orillas del río Mbashe en un caserío paupérrimo del Transkei sudafricano, personificaba el sacrificio de toda una raza contra la dominación blanca más abyecta. Lo bautizaron en la tradición metodista como Rolihlahla Mandela – “el que emerge de la rama del árbol” – hijo de un consejero tribal, desposeído por las autoridades coloniales a poco de nacer su vástago.

Con ese sello de exilio y represión creció el pequeño Mandela. Huérfano a los nueve años, recibió el cobijo del jefe Jongintaba, quien lo impulsó a estudiar inglés a la par con su lengua Xhosa, historia y geografía. Es curioso que fuera su maestra británica la que le confirió su nombre anglosajón, Nelson, nombre de guerra con el predicó toda la vida.

Tras graduarse del University College de Fort Hare (el único centro de educación superior que aceptaba negros), Mandela regresó a casa para verse compelido a casarse con la elegida de su protector tribal. Libertario desde sus raíces, huyó a Johannesburgo para estudiar leyes en la Universidad de Witwatersrand y rechazar cualquier legado de sometimiento. Bajo este incentivo, se afilió al Congreso Nacional Africano, de cuyas filas surgió como un líder carismático y promotor de la resistencia pacífica por más de una década, mientras defendía a sus compatriotas incriminados por las leyes raciales como abogado en la firma que fundó con Oliver Tambo. En 1959 fue acusado de traición al Estado, y tras orquestar la huelga de trabajadores en 1961, fue sentenciado a cadena perpetua por actos de conspiración y sabotaje. Habría de insistir, en su memorable discurso de abril de 1964, que sabotearía todo lo que representaba la opresión Afrikaaner.

Confieso que aplaudí al unísono, otro emocionado habitante de este mundo hostil que discrimina sin rumbo, con la convicción de que las ideas propias valen más mientras más retóricas y autoritarias.

Allá en el anonimato de los treinta mil pies, todos éramos iguales ante la liberación del prócer, y acaso fuimos hombres y mujeres menos engreídos, durante ese fugaz vuelo cuando atardecía en el Siglo XX.

  Dr. Alberto A. Palacios Boix