La emergencia del Ébola y su diseminación, dudosamente contenida, remite a la peste bubónica y la tuberculosis. En aquellos entonces, la Humanidad carecía de una noción microbiológica y a cambio anteponía el castigo divino como explicación para tal amenaza inefable.
Con la tuberculosis, pese al hallazgo seminal de Robert Koch, la insalubridad y la pobreza fueron (y en muchos rincones del mundo lo son aún) el vehículo para su contagio.
Esta plaga actual, que ya ha tenido varias oleadas en la penumbra del África más depauperada, no tiene cura. Se trata de un virus de la familia Filoviridae descubierto en 1976 y que penetra los tejidos a través de heridas por contacto directo con secreciones o fluidos corporales del paciente infectado. El periodo de incubación es habitualmente de 8 días (rango de 2 a 21 días) y el subtipo más agresivo es el Zaire, cuyo vector es el murciélago de la fruta. Tras una fatiga intensa, fiebres altas y cefalea universal, se instalan los vómitos y la diarrea aguda, un rápido embate de deshidratación y el enfermo muere por coagulopatía por consumo y falla multiorgánica ante la mirada impotente de quienes lo rodean y se aprestan a huir. A tal grado, que el ejército de Sierra Leona custodia las clínicas que albergan a los infectados para que no se escapen y diseminen la plaga.
Varios misioneros han sido trasladados en aviones con equipo de aislamiento a hospitales del Primer Mundo para probar drogas experimentales o antisueros, en vista de que no hay fármacos que limiten la replicación de este azote.
La reciente evidencia de un pasajero que abordó un avión en Liberia rumbo a Lagos y que murió cinco días después de su llegada a Nigeria, puso de relieve la facilidad con la que esta epidemia puede acceder a cualquier país, por distante o alertado que se encuentre.
La mortalidad tras el contagio oscila entre el 53% y el 90%, según lo debilitado o desnutrido que se encuentre el paciente. Quienes sobreviven a la infección las primeras dos semanas tienen de suyo un mejor pronóstico. En ciertas zonas de África Occidental, donde las fuentes de proteínas escasean, los nativos comen antílope, murciélago o puercoespines (junto con ciertos primates, vectores naturales del Ébola), y con ello contraen la enfermedad. Pero a últimas fechas son los médicos y enfermeras los que han caído abatidos, lo que indica que la carga viral en las secreciones de sus pacientes es exorbitante. Por lo pronto, la esterilización, aislamiento e incineración de cadáveres es el único método de prevención con que se cuenta, de vuelta a la Edad Media.
La vacuna está en desarrollo en Bethesda, usando como vector Adenovirus y cifrada en la inserción de genes antigénicos del virus Ébola, pero aún dista de probarse su efectividad. Un compuesto experimental, el BCX4430 se reportó de forma preliminar este pasado Abril (Nature 2014; 508: 402 – 405). Se trata de un inhibidor de RNA-polimerasa que previno la muerte en 17 de 18 macacos en los que se probó, y que se presume que será empleado en los misioneros y doctores infectados bajo monitoreo estricto antes de lanzarlo al vuelo.
En suma, sigamos atentos esta historia, que refleja una vez más nuestra vulnerable estructura, la desigualdad que nos caracteriza como especie y nuestra fragilidad frente a la rabia de los dioses.