Las esquelas del periódico y las siniestras estadísticas de los medios nos alertan cotidianamente cómo muere nuestra especie, reemplazada – casi por triplicado – por los que nacen, sin percatarnos de la magnitud de este intercambio.

Cerca de 55 millones de personas mueren cada año en el mundo, ignotas en su inmensa mayoría. Sabemos de los decesos cercanos: familiares o amigos, y quizá de alguna que otra figura célebre. Hablamos de nuestros muertos en voz baja, los velamos y lloramos, los arropamos en flores y atesoramos sus cenizas. Pero la suma global de conciencias, carne y huesos que designamos humanidad,  desaparece en la tierra, se convierte en polvo anacrónico, distanciada de los que entretanto sobrevivimos.

En tal sincronía biológica, no obstante, la muerte de un niño es inaceptable. Se pierde una vida que no se ha desarrollado por completo, como un capricho divino que resulta intolerable para los padres y el médico que la ven partir. Nuestra cultura occidentalizada – tan abrumada por el lenguaje televisivo – ha olvidado a enseñarnos a confrontar la muerte. La violencia y el frío despojo de los hospitales tampoco ayudan. Máxime que hemos cedido gradualmente nuestra capacidad de estupor ante tantos crímenes y tantas guerras.

Este distanciamiento de un fenómeno natural, que nuestros ancestros entendían y ritualizaban como parte inherente del ciclo vital, nos impide acompañar al enfermo moribundo en su soledad. Los que quedamos vivos nos retiramos, arrastrando la culpa, para dejar paso al silencio que se esparce en torno de los que van a morir [1].

Circunstancia aún más dolorosa cuando se trata de un menor. El desmembramiento, la caquexia, el lento declive de la energía infantil, son más evidentes en el niño con cáncer. Con frecuencia, el diagnóstico de una neoplasia maligna se percibe como una sentencia de muerte, pese a que las haya muy identificables y curables. A ello sigue una mezcla de sentimientos confusos que pueden derivar en negación, rechazo o ansiedad por omisión (“¿porqué nos cayó esta catástrofe?”). Entretanto no se diriman y se afronten, estos impulsos afectivos pueden interferir con el manejo médico y psicológico del niño enfermo.

Para subvertirlos, los pequeños aprenden rápidamente el nombre de sus medicamentos, las dosis y los ciclos de administración de su quimioterapia. Tal conocimiento les confiere un sentido de destreza y de control frente a la sensación de desamparo que perciben inconscientemente y, en buena medida, ayudan a desdibujar el temor del fallecimiento.

El aprendizaje infantil del concepto de muerte se da en secuencia, realzado y elaborado por experiencias cercanas. Para su séptimo cumpleaños, casi todos los niños comprenden el significado de la finitud y la escisión corporal. Antes, el temor preeminente es la separación de la madre (o perder su amor, que equivale a lo mismo), y los procesos fúnebres están rodeados más de curiosidad que de emotividad. La idea de “no-ser” irrumpe entre los 5 y 8 años, amenazante, hilando las impresiones rituales, las desapariciones de seres queridos y la irreversibilidad de ciertos sucesos. Estas nociones adquieren un sentido simbólico, que matizará en adelante nuestra perspectiva de la muerte como algo tan ineludible como indeseable. Los padres contribuimos mucho para delinear esta percepción: “Los niños sanos no tendrán miedo de la vida si sus padres transmiten la integridad para no temerle a la muerte” (Erik Erikson).

Una de las preocupaciones principales en los niños con cáncer es la distorsión de su imagen corporal por el tratamiento oncológico. Ejemplo típico es la caída de cabello. Esta pérdida se reconoce abruptamente como la consecuencia de una enfermedad grave y enfrenta al niño con la negación a la que se adhería hasta entonces. Aquí es esencial que el pediatra informe de manera oportuna a padres y maestros para evitar que el niño sea visto como un extraño, y que brinde la cercanía afectiva para alentarlo y orientarlo con honestidad.

Dado que el curso del cáncer y su tratamiento pueden tener exacerbaciones durante las que el pequeño se siente muy mal, es preferible evaluar su estado emocional en periodos de recuperación o remisión, cuando se encuentra más optimista y receptivo. Así, se pueden indagar sus sentimientos respecto de su propia imagen y hacia la muerte: que no todos los niños están dispuestos a examinar.

En su inquietante estudio “Los mundos privados de los niños moribundos”, Myra Bluebond-Langner demostró que los niños con cáncer pueden adivinar su condición real partiendo de las reacciones de sus padres y médicos [2]. Desde el inicio, somos sujetos especulares. Por tanto, mentirles es absurdo. Pero estar conscientes de su naturaleza inquisitiva  y sus dudas acerca de la muerte tampoco significa que debamos abrumarlos con detalles. Como lo hacemos con otros tópicos críticos, las explicaciones acerca de la muerte deben ser elementales, claras y guiadas por lo que el niño entiende y pregunta. Es notable cómo los pequeños derivan de su propia experiencia estrategias de afrontamiento, que van desde la regresión temporal hasta la estructuración racional de sus temores y dolores. Si bien no podemos protegerlos del espectro real de la muerte, el cuidado sensible y afectuoso nunca estará de más.

Recordemos que en la higiénica soledad de los nosocomios, reverberan en duelo los versos de Joan Neet George: […] Mis lágrimas, redundantes/cayeron lentascomo glucosa o sangrede una botella./ Y cuando él murióestaban secos mis ojosy los dioses que vestían batas blancasse alejaban.” [3]

Referencias.

1.- Norbert Elias (2001). The loneliness of the dying. Continuum, New York.
2.- Myra Bluebond-Langner (1980). The private worlds of dying children. Princeton University Press.
3.- Joan Neet-George. Grief poems.

GRANDMOTHER, WHEN YOUR CHILD DIED

Grandmother, when your child died
hot beside you
in your narrow bed,
His labored breathing kept
you restless
and woke you when it sighed,
and stopped.

You held him through the bitter dawn
and in the morning
dressed him, combed his hair,
your tears welled, but you didn’t weep
until at last he lay
among the wild iris in the sod,
his soul gone inexplicably to God. Amen

But grandmother, when my child died
sweet Jesus, he died hard.
A motor beside
his sterile cot
groaned, and hissed, and whirred
while he sang his pain–
low notes and high notes
in slow measures
slipping through the drug-cloud.

My tears, redundant,
dropped slow
like glucose or blood
from a bottle.
And when he died my eyes were dry
and gods wearing white coats turned away.

Joan Neet George

  Dr. Alberto A. Palacios Boix