Se queja de vivir en una ciudad tan contaminada, del desamparo y la inseguridad, de la escasa empatía que ha percibido en los médicos, del costo de los estudios endoscópicos y reiteradamente, de continuar con esta tos que le arrebata el sueño.

Es una mujer tensa, que hurga de tanto en cuanto en su bolso o reordena los exámenes que ha desplegado sobre mi escritorio, sin esperar objeción alguna. Tras despotricar de la segunda gastroscopía que a su juicio lastimó sus cuerdas vocales y sólo incrementó la ronquera, guarda al fin silencio y me observa detenidamente.

Ante mí en secuencia hay una serie radiológica, una manometría esofágica, las fotos de sus repetidas endoscopías, con un CD riguroso para cada evento y – ¿porqué no? – una tomografía de tórax, con una detallada interpretación que termina subrayando el “normal para su edad”.

Es difícil atinar en este punto si nadie la ha escuchado toser o si ella ha dejado de escuchar en retaliación a sus interlocutores. Me deja la impresión de que quienes la han atendido (sin atención, desde luego) pasaron por alto su queja principal (el motivo de consulta) y se perdieron en el marasmo de los exámenes que se sentían obligados a prescribir (hipótesis de nulidad) para acallarla. Parece un diálogo de sordos, como se suele decir, pero ellos al menos intentan leer los labios.

En la parábola bíblica lo que destaca es el engreimiento de los hombres por acercarse al cielo, una afrenta común en la mitología que remite a la contrición y a la obediencia.

En el trabajo terapéutico, el sometimiento exige el pago de una deuda y promueve una responsabilidad que excede los límites del quehacer clínico. Si algo hemos aprendido de la era tecnológica, donde la información está al alcance de todos – deformada o petulante, pero de cualquier forma accesible – es que nadie detenta la verdad absoluta. Los médicos hemos recibido un muy merecido baño de humildad y los pacientes se han apoderado de sus cuerpos y sus destinos, de los que nunca debieron renunciar en aras de una saber inexacto y apenas cobijado en las adiciones estadísticas. Lo que denominamos verdad científica es acaso el cúmulo de evidencias refutadas y replicadas por la experiencia, en distintas latitudes y bajo la mayor objetividad de la que disponemos como especie inquieta y dada a las generalizaciones.

Pero el caso individual, que de sobra tomamos como ejemplo o excepción, no tiene paralelo y reviste una perspectiva única de la vida y de la muerte. Aprendemos de los pacientes, suelen ser el mejor texto de que se dispone. Con frecuencia, contradicen los dogmas y las expectativas que derivamos de la información, cada día más exigua por precisa, por muchas revistas y opciones en línea que se consulten.

La diferencia en la paciente que nos ocupa no es que faltara el estudio de eosinófilos en esputo, que trajo por fin el diagnóstico de NAEB (bronquitis eosinofílica no asmática), descrito hace 25 años pero ignorado tanto como otros síntomas, bajo el lastre de los estudios paraclínicos. Su padre había muerto de asma cuando era una niña pequeña y más que la carga genética o la “normalidad” encubierta, el lenguaje oculto en su historia, el idioma no descifrado, era el miedo a morir que esta tos le convocaba.

Presumo que se fue medianamente satisfecha, como quien derrota a un gigante con aspas de molino; quizá pudimos detener la rueda de la fatalidad por un momento, para sabernos útiles y atónitos.

PD. Para los lectores deseosos de saber qué entraña una tos que no se supo traducir, les incluyo este vínculo ilustrativo.

La Torre de Babel – Cartas del Dr. Boix XVIII

  Dr. Alberto A. Palacios Boix