Hace unas semanas, el mundo de la farándula recibió el impacto de que un actor – admirado por su histrionismo – se había colgado en su casa de California.

Su familia enfrentó a los medios, ávidos de sensacionalismo, para decretar que sufría de depresión; más tarde para señalar que le habían adjudicado un diagnóstico de Parkinson incipiente, y ante todo para disipar dudas sobre sus presuntas adicciones.

Sus admiradores tendieron flores en distintos rincones del mundo, pintaron su cara en paredes y afiches, volvieron a estrenar sus películas icónicas, y la red se llenó de episodios de la serie que lo lanzó al estrellato hace cuarenta años, disfrazado de un equívoco extraterrestre.

Podemos imaginar los pasos que llevaron a este hombre en la soledad de sus rumiaciones a elegir el método que lo libró de su angustia existencial. No dejó una nota, como suelen urdir las tramas de Hollywood; simplemente se ahorcó.

Cuando leí por primera vez “El mito de Sísifo” (Alianza Editorial, Madrid) me sorprendió la noción de que nuestro destino se decanta entre la trascendencia de lo absurdo y lo efímero de cualquier derrotero. Somos en efecto producto del accidente y del deseo, y morimos del mismo modo, maltrechos y anhelantes. Contemplamos la vida – ese esfuerzo pulsional – como una carga que habremos de levantar repetidamente, como Sísifo, héroes caducos frente a los dioses, impasibles ante nuestro trajinar.

Quizá nos ha tocado el suicidio de cerca. Un compañero de juventud que se inmoló por desencanto, algún otro que quiso demostrar con ello su osadía hasta trasponer todos los límites; tal vez algún enfermo terminal, que solicitó asistencia y la obtuvo, reticente hasta los últimos tragos.

Mucho se ha escrito desde la perspectiva filosófica acerca del suicidio. Recomiendo en particular dos ensayos magistrales. De Diana Cohen Agrest: Por mano propia. Estudio sobre las prácticas suicidas (Fondo de Cultura Económica, 2007) y de Thomas Stephen Szasz: Fatal freedom. The ethics and politics of suicide (Syracuse University Press, 2002).

La connotación moral que se le adscribe al suicidio es generalmente reprobatoria, pues con ello intenta denunciar no sólo el pretendido derecho de los otros – mortales o divinos – sobre la propia vida, tanto como la futilidad que conlleva tal acto de renuncia. Pareciera que dar la espalda con carácter definitivo es inaceptable para los que se quedan y en su lugar habría que encontrar una justificación que supere toda ambivalencia.

La definición de un proceso intencional para causarse daño puede aplicarse al adicto, a quien corre riesgos que rebasan sus capacidades, quien se adentra en la jungla o escala montañas con poca preparación e incluso a quien fuma pese a las campañas para denunciar la toxicidad del tabaquismo. Pero de ninguna forma equivale a un homicidio por mano propia; en todo caso es un acto extremo que recala en el abismo de la melancolía o la psicosis, que deja una huella indeleble de desamor y desengaño.

Desde luego, extraña que la muerte sea elegida y no el decurso natural de la enfermedad o la vejez. No es lo mismo el acto de heroísmo en batalla para salvar a un camarada, optar por una muerte digna para desterrar un sufrimiento intolerable o la condición de guardar una cápsula de cianuro para evitar caer en manos enemigas, que sacrificarse en aras de la contemplación o la indiferencia. La consecuencia puede semejarse, pero los condicionantes anímicos delinean distintos escenarios.

El discurso filosófico en torno al suicidio data de Platón. En el Fedo, Sócrates advierte que el suicidio es un agravio a los dioses, por liberar el alma de su atadura material con despropósito. Pero Platón abunda en excepciones. En Leyes propone que el suicidio es aceptable cuando el carácter se ha corrompido, cuando responde a una orden judicial (como en el caso de Sócrates), o cuando deviene por infortunio personal en exceso. Es llamativo que estos autores no contemplaron la autonomía del sujeto para infringirse daño, algo que quizá contribuyó como fundamento ideológico a la prohibición que la doctrina cristiana diseminó en el mundo, denostándolo como un fenómeno violatorio de la voluntad de Dios. Para San Agustín, el suicidio es un pecado incalificable, que trasciende el arrepentimiento (¡como si fuera posible arrepentirse tras la muerte!) y que atenta contra el amor propio. Aquí podemos trazar un argumento tautológico que seguramente habrá hecho refunfuñar a Kant y a Camus.

La filosofía positivista vino a rescatar el pragmatismo en el acto del suicida. En tanto la ley divina consiente todas nuestras acciones, quitarse la vida también es una desventura que recae stricto sensu en la responsabilidad del individuo. Si Dios nos puso en la tierra como un centinela – apunta David Hume – tomar nuestra propia vida y dejar el puesto, es tan consecuente como cualquier acto dictado por Él. En suma, la santidad de la vida está sujeta a su bagaje de miseria y – siguiendo a los existencialistas – ahorcarse o ingerir estupefacientes es un salida ilusoria a la trivialidad de la existencia.

Con el advenimiento de la eutanasia y el suicidio asistido al terreno de la deliberación social, la justificación moral para abreviar una vida sin futuro o sujeta a un sufrimiento excesivo ha liberalizado la perspectiva; si bien aún prevalecen nociones arcaicas respecto de quien tiene derecho y bajo qué consignas para dejar de existir.

Cierto es que el suicidio es abandono: de los que amamos o nos aman, del consenso de alguna forma de comunidad, acaso del deber ciudadano o del fortuito apego a la vida, pero por derecho propio; aunque se puede y debe prevenir en muchos casos. La agonía, la depresión e incluso el cáncer son asuntos del ser humano que suscitan alivio y compañía. Podríamos evitar que la gente, por desterrada o culpable, muriera sola, sin calor humano, sin abrazos o despidos, echando mano de su autodestructividad.

En la vertiente de separar aún más – estupor moralizante – a quienes manifiestan tendencias suicidas y el resto de los mortales, como si de verdad procedieran de otra estirpe, la psiquiatría contemporánea ha buscado marcadores moleculares que validen sus conjeturas. Parece que buscar tal salida hacia la nada estuviera inscrito en los genes y que la suma de decepciones, fragilidad y eventos detonantes sólo hicieran clic en aquel lugar predestinado. En ese tenor, un grupo de investigadores de Johns Hopkins acaba de publicar el hallazgo de que en una cohorte pequeña de suicidas potenciales, prevalece tangencialmente la expresión del gen SKA2 respecto de sujetos control. Al margen de consideraciones estadísticas, el reporte pretende convalidar la idea de que quitarse la vida está injertado en la herencia y no en la acción misma de vivir.

Les incluyo el artículo para su revisión crítica, pero lo acompaño de un fragmento de Camus que resume, con su lirismo, porqué la existencia es de suyo compleja y deleznable.

“Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Siempre vuelve a encontrar su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este universo por siempre sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de esta montaña llena de oscuridad forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre.”

Dr. Alberto A. Palacios Boix