Hace 50 años, el cirujano general de Estados Unidos, un apelativo que destaca al médico más prominente del país vecino, emitió su primer llamado de atención contra el tabaquismo. Los cárteles del tabaco (merecido epíteto) promovieron mediante publicidad, corruptelas y seducción hollywoodense el consumo elegante, recurrente y desenfadado de este cancerígeno.
El efecto fue contundente. En esas cinco décadas han muerto cerca de veinte millones de estadounidenses por el efecto tóxico y aditivo del cigarro. Cifra que se debe multiplicar por mucho en el Tercer Mundo donde la falta de incentivos y la precaria educación han sido el terreno fértil para el consumo de enervantes.
El actual US Surgeon General admite que este grave problema de salud pública sigue humeando sin freno. Cada año mueren en Estados Unidos poco menos de medio millón de fumadores o ex-fumadores como consecuencia de trastornos tan dispares como la diabetes, enfermedad coronaria, enfisema o neoplasias de diversa estirpe.
En nuestra generación, herederos de los desplantes de Laureen Bacall y Humphrey Bogart, al menos un familiar o un amigo han sucumbido a los estragos del pitillo.
Nuestras reuniones sociales estuvieron empañadas por el humo y ese olor penetrante que enrarecía el aliento y la ropa por días, además de los ubicuos ceniceros, hasta que caímos en cuenta de que se trataba de un suicidio administrado en cámara lenta. Cierto, influyeron las campañas anti-tabaco, la reducción del embate publicitario en los medios, la proscripción en espacios públicos; pero también la muerte de propios y extraños que nos abrieron los ojos y nos cerraron los bronquios.
Aún así, la proporción de fumadores sigue rayando una quinta parte de la población, con una oleada de adictos renovándose en las filas de los adolescentes que anhelan probar el mundo Marlboro o los simpáticos camellos cada año.
La identificación, desde luego, es la influencia más determinante: si en casa se fuma y bebe con desparpajo, los hijos aprenderán por afinidad que tales ingredientes son necesarios para la socialización. En un ambiente escolar o laboral donde la rivalidad y el valor del éxito se alían a la ostentación o el riesgo, fumar es un imperativo kantiano.
No perdamos de vista que se trata de un producto tóxico, cuya combustión genera millones de partículas que envenenan los epitelios. Su vinculación con ciertos carcinomas de boca, esófago, páncreas, pulmón, riñón, vejiga y mama es incontrovertible, además de que se le asocia con neoplasias de tejidos tan distantes como el colon o el pene.
Fumar entraña un riesgo de muerte, no hay duda. Al margen del potencial adictivo que impone la nicotina, la fuerza de los monopolios del tabaco en Virginia, Chiapas, Nairobi o Shangai es el motor del consumo en todos los ámbitos. Ese gesto frívolo de sacar el pitillo con las uñas a la invitación del otro, o golpearlo contra la mesa para compactar las hebras; ese primer jalón que atrae la flama y enciende mágicamente la punta, inaugurando la bocanada de humo que refresca y alienta la adicción. Imágenes tan familiares para quien ha compartido el vicio, indiferente a la profusión de oxidantes que destruyen su integridad.
«Nadie experimenta en cabeza ajena» reza el dicho, pero no se requiere morir todos los días para aceptar que la alternativa es vivir. Aunque nuestra cultura esté impregnada de escenas donde el tabaco es el protagonista, esperar fumando ya no es una opción que augure mucho futuro.